lunes, 24 de abril de 2017

La medina... una experiencia religiosa!!!



Para una viajera habitué de "países occidentales" como yo, como ya relaté, los contrastes con Marruecos podían llegar a ser muy violentos.
Gracias a Dios, a Alá, o a San Europamundo, nuestro itinerario estaba diagramado de modo tal que comenzáramos por las ciudades más "occidentalizadas" como Tanger, Rabat o Marrakech, para luego internarnos en la cordillera del Atlas, el desierto y terminar en Fez. Caso contrario, creo que el choque de culturas hubiera sido mucho más agresivo y no hubiera alcanzado a disfrutar de ese exótico país tanto como disfruté.
Hubo muchas experiencias inolvidables, como caminar dentro de una kazbah, construcción típica marroquí que, como fortificación, permitía a las personas defenderse de intrusos y de ataques. Allí parece que el tiempo se hubiera detenido y comenzáramos a ser protagonistas de ese modo de vida tan distinto al nuestro y esas costumbres que aún perduran entre quienes las habitan.
Pero sin duda alguna, LA EXPERIENCIA superior en Marruecos es recorrer la medina.
Hasta el momento mi única idea de la medina eran esas callecitas por las que se escurrían Jade y Lucas (protagonistas de la novela "El clon") para amarse secretamente.
Pero la medina es mucho más. Algo indescriptible a través de la escritura o de las imágenes. Algo que sólo se puede comprender percibiéndolo a través de todos los sentidos. Porque la medina es un manojo de sensaciones, de olores, de sabores, de colores.
Apenas llegamos nos adelantaron que debíamos permanecer juntos, no por el peligro sino porque es muy fácil perderse en ese laberinto de callecitas, algunas techadas, otras por donde se atrevían a entrar algunos rayos de sol, unas más anchas, otras tan estrechas que había que caminar contra la pared para poder pasar.
Y todo eso en una senda peatonal, sólo alterada por el paso de burros o motonetas (únicos medios de transporte que pueden ingresar)
Dividieron nuestro numeroso contingente en dos y nos presentaron a dos guías por cada grupo: uno iría por delante y el otro cerrando, atrás, para evitar que nos dispersáramos y perdiéramos el rumbo.
Me asustó un poco esa idea, pero nuestra capacidad de asombro se veía superada a cada paso que hacíamos, de modo que la curiosidad vencía al miedo y nos dejábamos embriagar por esa confluencia de personajes ariscos, con vendedores insistentes; aromas a especias y a estiércol; a incienso y desechos cloacales; edificios desbordantes de arte, junto a construcciones al borde del derrumbe apostados con barrotes de hierro; carnicerías exhibiendo cabezas de dromedario, al lado de tiendas de ropa o delicada orfebrería.
La Biblia y el calefón.
Así llegamos hasta nuestra primera parada "de compras": lugar de orfebres y artesanías en metal. Ahí creo que perdí la razón.
El local no era grande, pero constaba de varias plantas. Todo junto, apretadito. Daba temor pasar y no tumbar nada porque todo allí era valioso.
Al entrar, pudimos ver al dueño tallando un plato. Sin planos, sin dibujo, el diseño iba directamente de su cabeza al metal, sobre la marcha.
Con esa astucia y habilidad absolutamente admirable de los marroquíes para el comercio, uno de sus hijos comenzó a mostrarnos pieza por pieza las artesanías, pasándolas de mano en mano, permitiéndonos tocarlas, admirarlas, enamorarnos.
Y sí, definitivamente perdí la razón.
Nunca gasté tanto dinero en una sola compra!!!! Pero tampoco lo lamenté.
La segunda parada fue para los telares, donde en un festival de color nos mostraron pashminas, cubrecamas y pañuelos.
Había comprado tantos antes que cerré los ojos para no ver, pero mi vista se posó sobre una mochila de cuero con incrustaciones de tejido artesanal a telar. Un sueño!!!
Era muy cara. Claro, cuero de camello y tejido a mano. Así que comencé a emplear mis pobres dotes para negociar y empezó el regateo.
Estaba tan distraída peleando el precio que cuando al fin nos pusimos de acuerdo y cerramos el negocio, me di vuelta y con desesperación advertí que el resto de mi grupo se había ido!!!!!
El vendedor debió haber leído la angustia en mis ojos porque sin esperar a que abriera mi boca, señaló a un marroquí vestido de chilaba (esa túnica tradicional cerrada con capucha) y me indicó que lo siguiera, que él me llevaría con el resto de mi grupo.
No era mi guía de adelante, ni el de atrás, pero apenas efectué el pago me apresté a seguirlo.
Sin decir una palabra comenzó a caminar presuroso por esas callecitas endemoniadas. Hacía pasos tan largos y se escurría por lugares tan insólitos, que en un momento me planteé si realmente me estaba llevando a destino o sería víctima de algún secuestro del tipo de esas series yanquis policiales que tanto me gustan.
¿Volverían a encontrarme algún día?
En un momento me frené y les juro que me hubiera puesto a llorar ahí mismo, cual Hansel y Gretel cuando se perdieron en el bosque.
Entonces, salidos de la nada, vi pasar en sentido contrario al grupo número dos de mi contingente. Alguien me reconoció y me gritó: "seguí por este camino, tu grupo está por allá".
No estaba siendo secuestrada. El pobre señor de chilaba sólo se apuraba para que no perdiera tiempo en la próxima parada.
Al fin respiré aliviada. Creo que había contenido el aire durante los últimos 10 minutos.
Después me enteraría que junto a los dos guías también habían contratado personal de seguridad que iba de incógnito. Por eso no reconocía al señor que me conducía tan hábilmente por esas callecitas endemoniadas.
Y cuando creí que había visto todo (y cubierto el cupo de mi tarjeta de crédito) llegamos a la curtiembre.
Al entrar nos dieron una ramita de hierba buena. Lo tomé como un detalle, mas era para acercar a la nariz para evitar el olor nauseabundo proveniente de las cubetas donde se curtía el cuero.
No puedo describir con palabras ese olor a putrefacción, a pobreza...
Me dolió el corazón al ver esas pobres almas con los pies metidos hasta las rodillas en esos líquidos coloridos, tan pintorescos como insalubres, algunos sin utilizar siquiera guantes o alguna protección.
Con asombro por las cosas bellas que elaboraban a partir de un trozo de cuero, pero con las tripas revueltas de asco y de tristeza, dejamos el lugar, en el último tramo de nuestro recorrido.
Por eso sostengo que la medina no se puede contar, no se puede fotografiar ni filmar. Hay que vivirla, percibirla. Es color y oscuridad; belleza y monstruosidad; alegría y dolor. Casi una experiencia religiosa...